Comentario
Los manchúes adoptaron casi totalmente el aparato administrativo de la época Ming, pero impusieron un mayor control y lucharon contra la corrupción burocrática. La figura del emperador participa tanto de lo temporal como de lo sagrado. Esta doble participación se explica porque vigila, de hecho, tanto el orden sobrenatural como el natural del mundo. Dentro de la filosofía política china, el emperador es verdaderamente Hijo del Cielo, debido a que gobierna en virtud de un mandato del cielo, de un contrato que, según los teóricos chinos, sólo es recompensa a la virtud.
Bajo la dinastía manchú se produjo, como consecuencia de las necesidades de consolidar su dominio en China, un progresivo fortalecimiento y una mayor solemnidad de la figura imperial, en detrimento del aparato gubernamental. Desde sus comienzos, el Gobierno central estaba compuesto de dos partes: los departamentos, situados en la capital, que se ocupaban de los asuntos de todo el Imperio chino, y los órganos de la administración regional, cuya acción estaba limitada a las demarcaciones territoriales. Estas dos partes, pueden, a su vez, considerarse como el gobierno central y las autoridades provinciales.
La Administración central se concentraba en la capital: Pekín. La institución fundamental de este período fue el llamado Consejo de Estado, creado por Yung-Cheng en 1729. El Gran Consejo adquirió las funciones del antiguo Nei-Ko o Gran Secretariado, que se había convertido en un instrumento en el que los estadistas recuperaban parte del poder que el trono perdía. Los consejeros de Estado tenían como función primordial asesorar acerca de todos los asuntos importantes sobre todo en lo que concernía al nombramiento de la cúspide del funcionariado; eran designados por el emperador y la única manera eficaz de que éste llegara a dominar el panorama político era la elección acertada de sus ministros. Por medio de esta facultad, su autoridad se expresaba de forma potente y decisiva. El gobierno Ching se enfrentaba con circunstancias en cierto modo diferentes, pues funcionaba bajo los auspicios de una casa conquistadora extranjera, por lo que se estableció la práctica de nombrar titulares simultáneos para los más importantes puestos del gobierno, uno chino y otro manchú, y se adoptó la misma norma en algunos escalones más bajos, posiblemente con la intención no sólo de frustrar cualquier síntoma de oposición anti-manchú, sino también para que los incultos funcionarios manchúes se beneficiaran de la capacidad burocrática de los chinos.
Otras instituciones fueron la Censoría, que databa de la época anterior, pero que en el siglo XVIII continúa conservando sus funciones e incluso se pretende que sirva de contrapeso al poder del Consejo de Estado; y los seis ministerios, creados también con la dinastía anterior y en dependencia directa del emperador.
En sentido estricto, el Imperio se dividía en 18 provincias, sheng, o divisiones administrativas básicas, al frente de las cuales se situaba un gobernador civil, mientras que un gobernador general se encargaba de la jurisdicción militar. Ambos funcionarios -nombrados por el Gobierno central- se supervisaban entre sí, pero actuaban e informaban conjuntamente de los asuntos importantes. La autoridad provincial estaba dividida, en un principio, entre tres funcionarios que, separadamente, dirigían la administración de la población civil, inspeccionaban las actividades de los funcionarios o se ocupaban de los asuntos militares. Trabajaban directamente para el gobierno central, cuyas órdenes cumplimentaban y a él remitían las rentas que cobraban; reclutaban civiles para servir forzosamente como soldados, los instruían y los enviaban donde fueran necesarios. Se encargaban asimismo del mantenimiento del orden, de la administración de justicia, de la dirección de los exámenes provinciales, del servicio postal y, por norma general, de todos y cada uno de los acontecimientos que tenían lugar en su territorio.
Además de estos dos personajes, existían cuatro funcionarios provinciales: el tesorero, el juez, un controlador de la sal y un intendente de cereales, encargado de supervisar la recolección de granos para la capital.
Cada provincia estaba dividida en varias jurisdicciones, tao, y éstas a su vez se hallaban compuestas de prefecturas, fu, que se dividían en subprefecturas o departamentos, choca, y éstos en distritos o municipios, lisien. Las prefecturas pueden considerarse, en parte, como el equivalente de las provincias menores occidentales. Los jefes de las prefecturas, los mandarines, tenían autoridad para gobernar la ciudad donde estaban situados sus despachos y la zona rural que la rodeaba. El funcionario superior o magistrado, como es llamado con frecuencia, trabajaba directamente para sus superiores en la provincia, quienes podían exigirle explicaciones e inspeccionar sus actividades y, usualmente, no tenía medios de contacto directo con el gobierno central. La Administración manchú distinguía con claridad las esferas civiles y militares. Respecto a esta última, además de las ya creadas banderas, se formaron los batallones verdes, o tropas provinciales empleadas como fuerza provincial y represora de las alteraciones sociales.
El número de empleados en la Administración no puede determinarse con exactitud, pero es evidente que la complejidad del servicio y su gran número tenían una acción retardadora para la obra de gobierno y para que los más calificados pudieran eludir la responsabilidad personal. La última instancia del debate político se desarrollaba entre los ministros y el emperador. Sin embargo, no había garantía de que sus decisiones se llevaran a efecto, pues las facciones políticas enemigas tenían numerosas oportunidades de acceso a palacio y de frustrar los planes de los hombres de gobierno que nominalmente lo dirigían.
Los objetivos más importantes del Gobierno eran: la explotación de los recursos naturales de forma tan completa como fuera posible; el mantenimiento del prestigio y del poder imperial, la recaudación de tributos, la conservación de la disciplina civil y el atender a la defensa efectiva de China contra sus enemigos. Mas el Gobierno imperial adolecía de tres grandes debilidades: los fallos del sistema de reclutamiento, las dificultades en la delegación de autoridad y la importancia que se daba a los aspectos formales en detrimento del fondo. La necesidad de emplear extranjeros como jefes del ejército surgió, en parte, como consecuencia del desprecio que se sentía por la carrera de armas, y la dificultad de mantener en manos chinas las defensas imperiales apropiadas suponía un evidente peligro para el Gobierno. La falta de funcionarios íntegros impedía a veces que se juzgaran rectamente los proyectos administrativos que se proponían. Y la formación académica de los funcionarios alentaba la tendencia conservadora y dejaba pocas posibilidades a la innovación. La conservación deliberada de estructuras fuera de uso conducía fácilmente al abuso de poder o al fracaso del gobierno en el cumplimiento de sus obligaciones. A las críticas racionales contra las prácticas existentes se oponía el argumento de que se mantenían tradiciones muy arraigadas de las que no se debía prescindir.
Los emperadores manchúes del siglo XVIII continuaron una política china por el dominio del Asia central, que databa de épocas anteriores. La expansión territorial manchú, coetánea a la colonización rusa de Siberia y el avance de Inglaterra en Asia, estuvo estrechamente ligada a empresas militares relacionadas con la religión lamaísta y el sometimiento de los mogoles, quienes perdieron totalmente su independencia como Estados y cuyos descendientes se convirtieron en súbditos del Imperio chino-manchú o de los zares rusos. Por su parte, el pueblo ruso, en su avance hacia el Asia oriental, parecía llamado a entrar en conflicto sin remedio con los emperadores manchúes.
Por China, tierra de grandes extensiones esteparias o desérticas, atravesaban las rutas terrestres hacia Asia Menor y hacia Occidente, siempre surcadas, a pesar del desarrollo de la ruta marítima, por caravanas cargadas con mercancías de poco peso y elevado valor. La prudencia y el afán de comerciar obligaba a los emperadores manchúes a dominar esa vasta extensión lo que consiguieron con éxito. A principios del siglo XVIII, las relaciones entre China y Rusia estaban reguladas por el Tratado de Nertchinsk (1689), mediante el cual los chinos detuvieron el avance ruso en Mongolia, ya que conservaban toda la cuenca del río Amur, e impedían a los rusos el acceso a Manchuria. En 1727 se firmó un nuevo tratado entre ambos países, el Tratado de Kiachta, en el que se fijaban nuevamente las fronteras a lo largo del Amur y del Argun. Con la destrucción del Imperio eleuta culminó el prestigio del emperador Ch´ien-Lung en el centro de Asia. El Imperio chino alcanzó sus límites naturales y la mayor extensión de su historia, se afianzó la supremacía china en el Tíbet y el poder chino se extendió hasta las faldas meridionales del Himalaya. Por el lado de Birmania, los chinos ocuparon el paso principal en 1765. Su marcha sobre la capital birmana, realizada en 1767, fue un fracaso. Pero en 1790 el rey de Birmania se declaró vasallo del emperador y los gobernantes de Pekín y sus habitantes tributarios de los chinos.
La influencia del emperador chino estaba acrecentada por su papel de protector del budismo, religión dominante desde la Gran Muralla hasta el Caspio. De este modo, a fines del siglo XVIII, la autoridad imperial se extendía a toda el Asia central y en todas direcciones y llegaba hasta el limite de los dominios rusos e ingleses. Controlando además todas las rutas comerciales terrestres, la dinastía manchú logró realizar el sueño nacional chino. Mas en un Imperio tan vasto, el grado de control difería de unas zonas a otras; así, Manchuria disfrutaba de un estatuto especial que la distinguía de las provincias chinas; en Mongolia continuaba vigente la distribución en tribus y banderas vinculadas al Imperio por un lazo feudal. En el Tíbet, la dominación se ejercía a través de un protectorado, y el Turquestán oriental estaba ocupado por el ejército, quien se encargaba también de la administración.
Al ser un Estado cosmopolita, China aseguró asimismo la supervivencia del lamaísmo, religión profesada por tibetanos y mogoles, y desde la segunda mitad del siglo XVIII Pekín fue un importante centro de impresión de textos budistas en estos dos idiomas. A fines del siglo XVIII, China representaba el Imperio con mayor contingente demográfico y la máxima potencia territorial de Asia y Europa.